Summit-Fiction, «Cumbre-Ficción». Esta vez, tanto el título como las líneas de fósforo verde enviadas desde el barco del arroz son muy poco neutrales.  Y, como queda claro en estos minutos de rabia sonora, no estamos hablando de las blancas nieves del Kilimanjaro, sino de los lodos de una parálisis tan cínica como inaceptable y, en último término, destructora.

La voz principal de este coro indignado es inconfundible. Idolatrada por unos, odiada por otros, su mensaje y su puesta en escena calaron hasta el punto de movilizar seriamente a mucha más gente de la que nadie habría esperado cuando empezó a saltarse las clases de los viernes. La bola rodaba, se hacía cada vez más grande, los medios la amplificaban, decenas de miles de personas se montaban en ella; parecía imparable. Y, oh calamidad, de repente chocó contra una pared vírica que lo truncó todo.

Estos sonidos vienen de poco antes del violento frenazo. Y, entre los vítores y el entusiasmo, el oído fino quizá capte matices misteriosamente premonitorios. Ahora, esa bola parece que está volviendo a arrancar (algo trabajosamente) en respuesta a nuevas producciones del perverso género de la cumbre-ficción. Los actores son los mismos; los guiones, como en una serie mala, no son más que un refrito de temporadas pasadas con algunos diálogos levemente maquillados. Y, para vergüenza planetaria, las mentiras contra las que se clamaba en esta protesta masiva siguen viajando con absoluto descaro tanto en el tiempo como en el espacio. La farsa continúa; veremos hasta cuándo.